El día me sabe un poco a domingo, o quizás a la caída que viene después de la euforia. Esa caída en la que te paras a mirar por la ventana, y te das cuenta de todo lo que va quedando atrás. Y qué rápido. Y de qué manera.
Que todo lo que sube, baja. Que todo lo que empieza acaba. Que todos los tópicos nos vienen a decir lo mismo; lo que nos rodea es cíclico. Y, además, de características inestables. Ahí está la emoción, la incertidumbre, lo que incluso algunos llaman destino.
Hoy estaba hablando con Sonia, y ella me ha dicho que cree que todo tiene un por qué, y que todo es así porque debe ser así, porque está mandado y porque no hay otros posibles. Qué interesante. Después Sonia y yo hemos hablado de las dimensiones, de los universos paralelos e infinitos, de lo cuántico y de lo relativo, de todo aquello de lo que sabemos tan poco pero en lo que encontramos el consuelo de la incertidumbre o lo magnánimo de lo inabarcable.
Pero en fin, como os decía, me siento un poco triste, nostálgica quizá. Porque veo como todo mi alrededor mira a pantallas de móviles. Constantemente. Y qué, me diréis. Es normal, también podríais decir. Tampoco es para tanto, esgrimiran otros cuantos. No lo sé. Pero hoy alguien ha dicho que los móviles son eso que nos acerca a lo lejano y nos distancia de lo que tenemos cerca. ¿Qué nos está pasando? De verdad, esto es una completa locura. Estamos perdiendo momentos, nuestros momentos, en una pantalla de menos de 10 pulgadas. Una pantalla que no es real, que es solo un sistema, una simulación. Y ya no está, ya se ha ido. Ese paseo, esa cerveza, esa conversación en la que tuviste tan poco que decir. Somos tan finitos, tan incapaces y tan ridículos que sabiendo de nuestros límites nos empeñamos en dispersarnos y creer que se pueden hacer dos cosas a la vez, que puedo escuchar lo que me cuentas mientras tecleo en mi móvil y mantengo la trama de la historia de un alguien en otra parte de mi cabeza. Lo estamos haciendo mal, y no sé cómo pararlo. No tengo ni idea de cómo hacer entender a las personas que si hablas o escuchas atendiendo a otra cosa no vas a ver jamás las intenciones, las ganas, la alegría, el miedo, o el sinfín de emociones que nunca se dicen pero siempre se sienten.
¿Y las fotos del móvil? Aún están en el cajón de cosas que no entiendo, de por qué hacemos tantas si el momento se conjuga en singular. De por qué hacemos estúpidas a nuestras mentes impidiéndoles recordar por ellas mismas, y haciendo que tengan el refuerzo de algo tan volátil como la batería de un smartphone que con agua se borra.
Soy una persona difícil, lo reconozco, pocas cosas me llenan completamente, y eso hace no solo que insatisfactoriamente demande más de mi misma sino de tener un miedo atroz de que alguien llegase a conocerme intrínseca y completamente. Lo completo asusta, pero lo exiguo me aburre. La seguridad de lo completo, del todo, de lo que va después del «quiero saber más» turba porque es la única verdad, y puede que no sea suficiente. Quizás por eso prefiramos conformarnos con lo múltiple, en dosis e inmediato. Pero tened cuidado, que nunca lo que parece simple lo es. Que siempre hay más que rascar y algo de lo que aprender. Cualquier cosa que pasó desapercibida puede decirte mucho de alguien.
Hoy echo un poco de menos la conciencia que no tienen los móviles y que un día nos dijeron que nos diferenciaba. Eso de ¿quién soy yo?, ¿por qué hago esto?, ¿qué quiero conseguir?, ¿hasta dónde quiero llegar?, ¿qué va a aportar esto a mi vida?, ¿debería ir más allá?, ¿dónde van a parar todas las cosas que nunca se dijeron? Todo, todo eso a lo que no podemos atender en diferido y por las que rogaría apagar los teléfonos móviles.