Les rogamos apaguen los teléfonos móviles

El día me sabe un poco a domingo, o quizás a la caída que viene después de la euforia. Esa caída en la que te paras a mirar por la ventana, y te das cuenta de todo lo que va quedando atrás. Y qué rápido. Y de qué manera.

Que todo lo que sube, baja. Que todo lo que empieza acaba. Que todos los tópicos nos vienen a decir lo mismo; lo que nos rodea es cíclico. Y, además, de características inestables. Ahí está la emoción, la incertidumbre, lo que incluso algunos llaman destino.

Hoy estaba hablando con Sonia, y ella me ha dicho que cree que todo tiene un por qué, y que todo es así porque debe ser así, porque está mandado y porque no hay otros posibles. Qué interesante. Después Sonia y yo hemos hablado de las dimensiones, de los universos paralelos e infinitos, de lo cuántico y de lo relativo, de todo aquello de lo que sabemos tan poco pero en lo que encontramos el consuelo de la incertidumbre o lo magnánimo de lo inabarcable.

Pero en fin, como os decía, me siento un poco triste, nostálgica quizá. Porque veo como todo mi alrededor mira a pantallas de móviles. Constantemente. Y qué, me diréis. Es normal, también podríais decir. Tampoco es para tanto, esgrimiran otros cuantos. No lo sé. Pero hoy alguien ha dicho que los móviles son eso que nos acerca a lo lejano y nos distancia de lo que tenemos cerca. ¿Qué nos está pasando? De verdad, esto es una completa locura. Estamos perdiendo momentos, nuestros momentos, en una pantalla de menos de 10 pulgadas. Una pantalla que no es real, que es solo un sistema, una simulación. Y ya no está, ya se ha ido. Ese paseo, esa cerveza, esa conversación en la que tuviste tan poco que decir. Somos tan finitos, tan incapaces y tan ridículos que sabiendo de nuestros límites nos empeñamos en dispersarnos y creer que se pueden hacer dos cosas a la vez, que puedo escuchar lo que me cuentas mientras tecleo en mi móvil y mantengo la trama de la historia de un alguien en otra parte de mi cabeza. Lo estamos haciendo mal, y no sé cómo pararlo. No tengo ni idea de cómo hacer entender a las personas que si hablas o escuchas atendiendo a otra cosa no vas a ver jamás las intenciones, las ganas, la alegría, el miedo, o el sinfín de emociones que nunca se dicen pero siempre se sienten.

¿Y las fotos del móvil? Aún están en el cajón de cosas que no entiendo, de por qué hacemos tantas si el momento se conjuga en singular. De por qué hacemos estúpidas a nuestras mentes impidiéndoles recordar por ellas mismas, y haciendo que tengan el refuerzo de algo tan volátil como la batería de un smartphone que con agua se borra.

Soy una persona difícil, lo reconozco, pocas cosas me llenan completamente, y eso hace no solo que insatisfactoriamente demande más de mi misma sino de tener un miedo atroz de que alguien llegase a conocerme intrínseca y completamente. Lo completo asusta, pero lo exiguo me aburre. La seguridad de lo completo, del todo, de lo que va después del «quiero saber más» turba porque es la única verdad, y puede que no sea suficiente. Quizás por eso prefiramos conformarnos con lo múltiple, en dosis e inmediato. Pero tened cuidado, que nunca lo que parece simple lo es. Que siempre hay más que rascar y algo de lo que aprender. Cualquier cosa que pasó desapercibida puede decirte mucho de alguien.

Hoy echo un poco de menos la conciencia que no tienen los móviles y que un día nos dijeron que nos diferenciaba. Eso de ¿quién soy yo?, ¿por qué hago esto?, ¿qué quiero conseguir?, ¿hasta dónde quiero llegar?, ¿qué va a aportar esto a mi vida?, ¿debería ir más allá?, ¿dónde van a parar todas las cosas que nunca se dijeron? Todo, todo eso a lo que no podemos atender en diferido y por las que rogaría apagar los teléfonos móviles.

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Y tú, ¿quién eres?

Me siento y miro, cómoda en el silencio y en el conmigo que no interpela a los demás de forma directa. Para que me entendáis, observo –intento sin descaro– cómo las personas se comportan, cómo son, a qué prestan atención, qué miran o qué tocan y cuándo. Esa, podéis catalogar de rara manía, me ha ayudado a crear para las personas una identidad, una personalidad, que raramente se equivoca.

No es un juicio directo e inamovible, pero es sincero, porque emana de la energía o áurea, y no de lo que decimos que somos, de la máscara que nos ponemos según el quién o el dónde, o el teatro de rol definido en la sociedad. Cuando somos nosotros nos gusta, a veces, descansar la mirada, agachar la cabeza, o suspirar. No es malo, necesitamos dar tregua a todo ese artificio. Pero también, cuando somos nosotros con alguien se nota. Se notan la personas que reflejan qué hay dentro de lo corpóreo al reflejarlo con quienes aprecian, y ríen alto y dinámico, aceleran el ritmo al que hacen las cosas, desafían con la mirada, se despreocupan de ellos para volcarse en otros. Entonces el cariño de un giño hollywoodense, una palmetada, un choque de cinco o una caricia. Estoy hablando de familias que parecen ser un núcleo de energía o amigas en una mesa de un bar que se miran con las ganas de compartir. Pero hay otros «alguien» que son ellos con su medio, y con medio hablo de quién toca un instrumento delante de todos pero para nadie (o los pocos afortunados que se dan cuenta y se paran) en la calle principal de cualquier ciudad, o quién lleva una cámara de fotos y pide a sus pares que posen delante de monumentos, sin saber que los monumentos son las personas. También las parejas que como el lenguaje de signos se muerden el labio para expresar qué quieren, o hacen alguna tontería que cambie el registro de la otra persona y la sorprenda, porque qué es algo que atrae sino lo que no puedes definir, etiquetar, catalogar; porque desborda, desborda y quieres más.
Así que, hoy os pido que miremos, en lo que hay físico y en lo que hay más allá, en lo que nunca nos dicen pero siempre está. Y tengamos respeto a eso, como la fuente de conocimiento más exacta. El otro día tuve la suerte de tener una cámara conmigo, y pude congelar algo que pasa en una fracción de segundo y tiene que ir acompañado de tanta suerte como la de la sensación perfecta en espacio y tiempo, auténtica y efímera. Os dejaré algunas al final de la entrada.
Aunque, a pesar de todo esto, que no es más que algo en lo que puede encontrar seguridad alguien que se cuestiona todo una y otra vez, hoy he leído un análisis transaccional de caricias de Pearl S.Buck que me ha parecido muy interesante. Decía: «Toda persona tiene necesidad de ser tocada y reconocida por los demás» (James). «Estas son, a la vez, necesidades biológicas y psicológicas a las que Berne llamaba «hambres».Del mismo modo que el hambre o necesidad de alimento es saciada con comida, para subsanar la necesidad de estimulación es necesario, e incluso imprescindible, que la persona sea tocada y reconocida por los demás. A la unidad de contacto o reconocimiento la llamaremos, con Berne, «caricia» que se define como «cualquier acto que implique el reconocimiento de la presencia de otro» o dicho de otro modo, es cualquier estímulo social dirigido de un ser vivo a otro y que reconoce la existencia de este.»

Esto aporta algo de entidad al discurso de hoy, y deja cabida a la realidad desde el análisis. Que la privación sensorial nunca ha sido ni será buena, así que disfrutemos de todo. De todo. Sí, de todo.

Más libertad en el trabajo, más fracasados como resultado

¿Organizaciones diferentes en la esfera laboral? ¿Suavizar jerarquías y ensanchar la pirámide por su cúspide? ¿Qué precio pagan los empresarios por aumentar sus beneficios?, ¿somos nosotros y nuestra capacidad de superación sus propias divisas?

Al fin se quitó la piel de cordero el lobo, el libro la sociedad del cansancio se encarga de analizar esta nueva sociedad con apellidos de “cansancio”. Está escrito por Byung–Chul Han y traducido por Arantzazu Saratxaga Arregi.

El libro, como su título deja atisbar, habla de cómo el hombre contemporáneo, habiendo sufrido una transformación de sujeto de obediencia a sujeto de rendimiento, se violenta a sí mismo en términos neuronales por un exceso de positividad hundido en la capacitación del sujeto con vistas a la superproducción que le permite ser dueño de sí mismo, capaz de una mejora de su rendimiento que acaba derivando en sentimientos como la frustración, agotamiento, insuficiencia, asfixia y por ende la depresión. Se sirve de analogías con el sistema inmunitario para expresar que “lo otro”, externo y desconocido, produce rechazo mientras que lo que parte de dentro de nosotros, “lo idéntico” (sería la sobreabundancia de positividad), no produce anticuerpos, por lo que no se identifica, pudiéndose desplegar el “superrendimiento”.

El hecho de que se haya evolucionado de una sociedad de la negatividad y prohibición a otra del poder –sin límites– donde caben los proyectos, las iniciativas y el afán de máxima producción trae como resultado una “positividad” más eficiente que la negatividad sustituida –pese a que el salto de una a otra acarree consecuencias como personas deprimidas con sentimiento de fracaso por incapacidad de cumplir unos estándares que no tienen límite–.

Inclusive, habla de los efectos colaterales a esta “positividad”, como el multitasking, que fragmenta la percepción y perniciosamente nos aleja del modelo de vida contemplativo y contrario al de vita activa. Degradando al ser humano a simple animal laborans y separando de raíz dos tipos de cansancio, siendo el cansancio elocuente el capaz de reconciliar, el que se asombra del mundo, deja que surja el espíritu y permite una atención más adecuada y lenta alejada de la hipertensión mientras que el cansancio sin habla solo separa y destruye el mundo. El último de éstos es el consecuente de una época en la que se aboga por “máquinas de rendimiento autistas” mascotas de la hiperactividad que capan nuestra libertad.

 

Donde cabe un comentario crítico y salvando los anclajes de conocimiento que Byun–Chul Han hace en su libro, parece que la agresividad con la positividad que capacita al sujeto está desviada. Utiliza a Nietzsche para apoyar su teoría olvidándose de que el alemán es el rey de la derrocación de todo sistema que haga al individuo no-capaz de algo. Todos conocemos la celebérrima cita de “Dios ha muerto”, pero pocos pasan de capítulo para entender que con Dios, el filósofo se refiere a todo régimen absolutista, a esa “sociedad de obedicencia” haciendo ilusión al libro que estamos comentando. El nihilista más activo de la historia en “Así habló Zaratustra” nos cuenta tres transformaciones del individuo o su espíritu, la primera es un camello que arrastra las pesadas cargas del pasado que lo somete y le hace pedir perdón. Más adelante ese espíritu se transformaría en un león, metáfora de hombre crítico que se levanta por ideales y expresa sus opiniones, que tiene conciencia de ser y sustancia con entidad propia y se revela contra toda cultura para intentar entenderla de raíz. Por último sobrevendría la transformación en un niño, inocente ante el devenir, que busca y asume valores nuevos que se adecuen a su moral sin padres, el que toma la vida como un juego. Aquí es de donde debemos extraer la verdadera esencia de Nietzsche y no en una malversación de sus teorías, pues contrariamente a lo que este libro argumenta, Nietzsche es positivista (heredado además de Compte) y vitalista, concibiendo solo la negatividad en fases en las que haya que destruir y derrocar lo que nos ha hecho incapaces, nos ha cargado con culpas o nos ha hecho daño. De hecho, uno de sus maestros fue Schopenhauer y aceptó su “irracionalismo”, pero no el pesimismo, ni la negatividad ni la huida de la vida. Frente a esta negatividad el vitalismo nietzscheano es un grito de afirmación a la vida, que dice sí, aceptando que hay que aceptar todas las fuerzas contradictorias que hay en ella, las que incluyen el dolor o el envejecimiento, siendo un niño que ame la vida y cree cada instante auténticamente, hasta el punto de que — según la manera de vivir del filósofo— debiéramos vivir cada momento como si quisiéramos que se repitiera eternamente.

En la defensa de esta positividad que parece tachar la obra de la que exponemos la reseña y siguiendo con el hilo de pensadores históricos, en un momento también se alude a la moral de Kant como negativa por su moral del “deber”, y es cierto, enmarcado en una época renacentista, el principio de honestidad, el formalismo ético y respeto al deber puede que contengan esa negatividad expuesta. Sin embargo, no solo se conoce el periodo de las luces por Kant como el paso a la mayoría de edad sino que el mismo lleva por bandera un lema expresado en un “atrévete a pensar” (sapere aude), lo cual guarda bastante similitud con la positividad que concede al individuo la capacidad de iniciativa, proyecto y motivación. Es más, si atendemos al imperativo categórico que impregna la filosofía kantiana veremos como hay dos principios insoslayables, la universalidad de la norma y tratar al objeto como fin en sí mismo y nunca como medio. Eso es el sujeto contemporáneo y es ahí donde nace la positividad, en la concepción de “lo idéntico”, lo que forma parte de nuestro sistema inmunitario y es capaz de hacernos crecer.

 

La filosofía o amor a la sabiduría siempre ha girado y se ha construido en torno al sujeto, la metafísica de las esencias, el devenir, la norma, la duda, la perspectiva o parcialidad de verdad y todos aquellos filósofos que junto a los que se os han venido a la cabeza con esos sustantivos no han hecho otra cosa salvo estudiar la virtud, la excelencia y al hombre. Si la negatividad radica en la prohibición y no deber y la positividad lo hace en la libertad que hace al sujeto soberano sobre su futuro, debemos apostar por la positividad, es ahí donde está nuestra salvación. Pese a ello, todo lo que acompaña los prefijos “super”, “hiper” cae en la degradación del significado. Es ineludible el hecho de que el exceso de razón instrumental (coste/ beneficio) y la monstruosidad del capitalismo que guían nuestras conductas, económicas excelsamente pero poco a poco calando en nuestra moralidad esté llevando a los empresarios a demandar lo único que ha hecho al sujeto competente, y esto ha sido el trabajo en sí mismo. Desgraciadamente la atomización social que vivimos y el ajetreo infrenable y vertiginoso que trae la globalización desplaza al sujeto a una dimensión de vita activa (de la que podríamos extraer la positividad tejida en la perspectiva heroica de Hannah Arendt que hablaba de la posibilidad de acción que tenemos orientada al momento en que nacemos) en detrimento de la vida contemplativa, de los más profundos de los silencios de los que crece el desarrollo. Entendiendo y extrayendo como conclusión que es en la concurrencia de ambos ríos, sombras y luces donde debemos actuar.

 

MRC

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I S A B E L

Tengo un folio en blanco y no sé qué decir. Pero sé que tengo que decir algo, y por eso hoy estoy aquí.

Estoy aquí porque hoy termino con la serie Isabel y la película de “La Corona Partida”. Estoy aquí porque sería injusto para mí y para todos nosotros que no escribiera sobre tan conmovedora, justa y fiel producción audiovisual. Estoy aquí porque desde bien cría he leído, bebido y nutrido de líneas en libros de historia. Porque de tal premisa y la suma de mi carrera en Comunicación veía ardua la tarea de transmitir el mensaje sin desvirtuar la trama en favor de la tensión dramática o el ritmo al que tanto fervor se doblega el público.

Y no tengo hoy salvo honra de unos actores españoles (Michelle Jenner, Rodolfo Sancho, Irene Escolar, Sergio Peris, Raúl Mérida, Ramón Madaula, Jordi Díaz, Fernando Guillen Cuervo, Eusebio Poncela, Ursula Corbeiró, María Cantuel…) que lo han logrado. Han logrado el vello erizado, el corazón encogido, las lágrimas de quebranto y las de victoria de aquellos a quienes querían transmitir un mensaje. Porque el mensaje ha sido rebautizado, ha cobrado vida y pulso. Ha vuelto a latir en España 500 años después. Haciendo tributo y referencia a los olvidados y momificados personajes que tanto lucharon y sufrieron un día por los que estamos hoy aquí.

Es pues, esta serie propulsada por TVE, una metafísica y cirugía abierta de quienes somos. Porque no es solo el hoy el que marca nuestra circunstancia, es el retal que han ido dejado aquellos, que de no ser por propuestas de esta envergadura, quedarían empolvados.

Qué es la verdad sino perspectivismo, entre personas, sociedades, ideologías, religiones y reinos. Qué es el valor sino quien derrama la sangre de sus soldados aragoneses en unos territorios en Nápoles o los musulmanes que lloran al abandonar la Granada que los vio nacer. Qué es el valor sino aferrarse a la vida y a la trascendencia. A la identificación y expansión de un mensaje que viajó transoceánicamente hasta llegar a las Américas. ¿Es el valor aquello que vio la reina de Castilla, Isabel, que le hizo apostar por la ilusión de los ojos de un navegante por el que nadie arriesgó?, ¿por cada una de las guerras entre reinos cristianos que quiso evitar?, ¿lo que le hizo aguantar la pérdida y perder todo a favor de un reino y un deber?, ¿lo que jamás perdió ni sometió a varón por ser mujer?

¿Es entonces la grandeza la punta visible del iceberg de la miseria?, ¿o los grandes también sufren? Porque es osadía negar el esfuerzo de aquellos que velan y guardan por su pueblo. Porque es necesario hoy sembrar el entendimiento de que aquellos que nos representen deben estar a la altura de quienes sacrificaron su vida y sus noches, de entre los cuales una mujer reinó, y vio crecer un reino con el mensaje más austero de la religión –pues lucho contra el vicio y la ociosidad de una religión perturbada– (la cual, personalmente, no creo que haya de estar en armonía con lo político pero también hemos de tener en cuenta que a día de hoy se flagela por sus errores).

¿Está tan alejada esta sociedad que vemos con una puesta en escena digna de reyes?, ¿o comparten los mismos enclaves que nosotros al hacer una oda a la amistad, el amor, la familia y la lealtad?

Porque el amor aparece en las más primeriza de sus formas, en la más bella, genuina y pura, en la más auténtica aunque a veces venga de la mano de lo injusto por imposición, pérdida o imposibilidad.

Porque qué es la amistad sino aquello que rompe fronteras espaciales, que transcurre sin perecer como hace el tiempo con la naturaleza, que es tan duradero como memoria tengan ambas partes del contrato.

Porque a la familia se la quiere, cuida, cría y comprende. Con la dulzura y la firmeza de aquellos que buscan la grandeza. Como la unión que va más allá de sangre, y que jamás es vencida.

Es entonces, hoy, cuando quiero rescatar la serie, cuando quiero rescatar el significado, cuando quiero rescatarnos. También cuando quiero agradecer a la producción y a la realización, a todos los departamentos que han cuidado para que la obra final suene en perfecta armonía, permitiendo que, nosotros, hayamos podido disfrutar de quienes fuimos, de quienes somos, de quienes debemos ser.

MRC

 

¿Historias de quién las de Instagram? 

Ha rayado lo absurdo, y perdonad, he dejado de entender. Con el despropósito que calzáis al enfrentaros así a cualquier tolerancia.
Me he despertado. He encendido el móvil (ajá, yo también vivo en la sanguinaria época del tercer mundo y la globalización). He abierto instagram. Y me han aparecido «pendientes» unas pequeñas «historias» de mis contactos.
Para los que no conozcáis la app, es un espacio donde, cada uno y de forma personal, sube fotos para conformar una especie de álbum digital que, con la perspicacia de una plaza popular, pueden ser comentadas y vistas por todos los vecinos.

Me adapté, tragué la bola –algo indigesta– y asumí comportamientos básicos propios de los miembros.
Pero ha llegado. El monstruo, digo. «Instagram stories». Ahora, esta típica aplicación, fundamentada y explotando necesidades sociales comunes, ha añadido a sus funciones la capacidad de –y la palabra no es inmortalizar, porque realmente son efímeros– captar y compartir momentos de tu vida cotidiana. Dos cosas, la primera, el lenguaje de la naturaleza es mudo, y así se le perturba queriendo hacer en palabras algo precioso que no habla y solo permite la admiración callada. La segunda, era de esperar que de un ser humano estructurado en pirámide de Maslow donde nuestras prioridades son reconocimiento y autorrealización (que no ayuda al prójimo, por ejemplo), cupiera la prostitución de la cotidianidad y la glorificación del sin sentido teatralizado. Siendo explícita, no quepo en asombro cuando veo qué momentos decidís mostrar y cómo decidís mostrarlos. ¿Alguien os ha dicho que la intención era mostrar normalidad y no huir de ella? Cada perfil un cartel de circo, a cada cual más divertido, más explosivo en artificio.
Y hasta aquí yo, quejándome, intentando huir de esta sociedad que se dice libre siendo otra mera evolución de la opresión. Pero disfrutando de los míos; en silencios, en caricias que no puedo hacer sujetando un móvil con la otra mano, en música íntima que nos une, en momentos en los que me esfuerzo por recordar yo, porque la forma de mirar y de sonreír no se capta, ni se entiende en unos segundos efímeros entre las vidas de unas personas que son prácticos desconocidos.
MRC

Veo veo, ¿qué ves?

Sentada en la arena, con un mar de aparente enfado y un día que acaba de quemarse en lo último del atardecer, veo los primeros pasos de la ética que marcará el comportamiento de una infante que recoge sus avíos de playa. Su madre la ayuda, o al menos hace de receptora de tales objetos. Así será, pasarán los años y esa niña será mujer que compartirá los éxitos a decisión propia, compartirá en redes que seguirán sin ser sociales y de esta manera seguirá contribuyendo a la identidad que todos ven en el escaparate sin trastienda.

Veo también dos parejas de edad canosa que han hablado ya de temas como radares de tráfico y motocicletas. Y digo yo, ¿cómo es la manera en la que moldeamos vida a circunstancia y por ende temática de charla a vida moderna? ¿De qué hablarán ahora mismo un par de matrimonios sin apartamento –o segunda residencia en la playa– de las Antípodas?

Veo otros aparentes cónyuges sin más yugo que el que se presta a un móvil y un libro. Perdemos momentos a cambio de otros más fijos y manipulados que divagan en literatura y vías de escape o imágenes virales en pantallas táctiles. Atendemos frecuentemente en disuadido y acertamos poco la mayoría de las ocasiones al buscar evasión y acabar naufragando en nuestras propias historias.

Veo olas, un mar que no tiene un buen día y está revuelto. O quizás hoy sea más él mismo que nunca. Es en el mismo caos de un mar que amanecerá mañana sumiso donde hay niños que con trozos de madera empaquetados, procesados y vendidos en tiendas de deportes, desafían al Mediterráneo, se sincronizan con él.

Esa adaptación al medio rebelde demuestra, una vez más, cómo nos gustan las historias con incertidumbre y mucha excitación, cómo no nos gusta lo establecido y sí el morbo de los retos.
Esos muros, que nos saben de ser estrellados en ellos, a veces nos dejan que salga bien, nos ceden el éxtasis de estar en la cresta de la ola, apretando los dientes al sentimiento de poder, cortando con la mano la rapidez con la que el momento sucede. Otras, en cambio, no llegamos a tiempo y la oportunidad escapa. O sí que llegamos, llegamos a la par que la situación nos devora y escupe en la orilla por la imprevisión de lo que no advierte.

Veo adolescentes que echan a suertes comienzos de partidas de cartas. Me hace recordar todo aquello que vivimos sin elección posible, que hemos de acatar y en lo que hemos de trabajar para mejorar aquello que deje margen de mejora entre lo azaroso y lo injusto.

También me trae a la cabeza todas aquellas organizaciones –entre las cuales encontramos las futbolísticas, políticas o religiosas– que han sido creadas y seguidas como cartas de navegación por imponer un camino menos inseguro y dar un sentido a todo esto que escapa al entendimiento.

Por seguir en temática de suerte o destino pienso en la injusticia que eligió a familias que habrían de emigrar y tener que cargar con críticas de otros pares (los cuales bien podrían haber sido ellos los que estuvieran en la situación). Pienso en guerras y vidas perdidas por causas no siempre justas que responden a acuerdos, etiquetas y barreras que nos alejan de todo lo que somos. Ojalá que fuéramos capaces de aceptar una raza sin más propósito que la vida a la que fuimos escupidos y arrojados (como diría Ortega) y en la que no entran identidades particulares, individualistas, dañinas y separatistas por el simple hecho de sentir que somos alguien especial y por ello gozamos del privilegio de no respetar.
Si Dios es a semejanza del hombre, ¿no deberíamos temblar de que se acercase algo a cómo nos comportamos con todo aquello que se presenta como «diferente»?

Hoy he visto muchas cosas, como así veo todos los días. Espero que sigamos viendo, jugando o sin jugar, sin que nadie nos vende los ojos o teniendo que hacerlo a través de una realidad representada. Que veamos y toquemos la realidad, que nos revelemos y sigamos en la lucha de buscar entender, difícil en solo un día y en el concepto de querer hacerlo sin categorizar, dejando libertad para no limitar.


MRC

«¿Babearemos como perros de Pavlov’s?»

Estudio Comunicación, y no lo estoy utilizando como carta de presentación, sino para adelantarme a que efectuéis un juicio. ¿Creéis saber ya quien soy?, ¿necesitáis apurar unas cuantas líneas más para extraer un perfil de usuario?

Vais a hacerlo. Todos lo hacemos. Algunos lo justifican con hacerle caso a los impulsos, pues son eruditos y muchas veces aciertan porque responden a un no se qué del sexto sentido. No está mal, no sois peores seres humanos por, en base a vuestra genética y lecciones aprendidas –e aprehendidas en vuestro subconsciente– analizar y estimar una descripción.

¿Cuál es el verdadero fallo? Obviar que cada ser es un ente único e irrepetible.Sí, pertenecemos a una misma especie y sí, gran parte de nuestros comportamientos quedan determinados biológicamente, pero no, aunque creamos conocer a las personas, en realidad solo extrapolamos pautas de comportamiento. Creemos que actúan, han actuado y actuarán conforme a una moral que nosotros compartimos con ellos. Solemos obviar datos sociodemográficos o personales y en esa atmósfera de legitimidad vivimos en paz hasta que alguien la quebranta. Entonces llegan los desengaños, y las decepciones, en el exacto momento en que entendemos que la oración se lee en la dirección en la que fuimos guiados, y que no es la misma, ni es universalizable. A veces, estamos más lejos de personas que tenemos a centímetros de lo que podríamos llegar a entender en esta vida que nos ha criado en verbos como compartir, pero sin respetar las diferencias.

Esa es la primera premisa que expongo aquí, también consejo, no hagáis juicios de comportamiento y limitaros a satisfacer vuestra consciencia con actos que no tengan en cuenta el plural de la gramática.

Volviendo al principio, sí, estudio Comunicación y no, las noticias no me resultan agradables.

Llamadlo empatía, que a pesar de los años no es capaz de anestesiarse, ni curarse. No puedo ver mientras almuerzo una serie de acontecimientos que no deberían ser ubicuos en ninguna mesa, mientras callamos y atendemos. ¿Celebramos qué?, ¿el banquete por cuál de ellas está motivado?, ¿nos acabará dando hambre ver a niños muriéndose de ella? ¿Babearemos como perros de Pavlov’s?

Diez minutos, en diez minutos he escuchado que aumentan las cifras de violencia de género (cada vez en edades más tempranas), violencia de padres a hijos, violencia y esclavitud sexual, violencia doméstica y violencia en los colegios. Le ponen apellidos pero la raíz sigue siendo la misma. Ahí está, vemos muchos obstáculos y frentes cuando en realidad hay una simpleza remitente que vuelve con fuerza, y violencia.

¿Debemos entonces, conforme a los juicios de los que hablamos antes, sentenciar a esta sociedad de la que todos y cada uno somos un eslabón? ¿Mejor sería pensar que no somos como ellos y no formamos parte de el proceso cruento de destrucción que haya acogida en complejos, debilidad e inseguridades?

Me resultaría considerablemente egoísta vivir conforme a una máxima de limitarme a vivir feliz, en la ignorancia, obviando los problemas de la gente. Qué hedonista, qué utópico, qué ridículo intentar escindirnos de quienes nos dicen que estamos destinados a ser, acatando roles, sometiéndonos a un destino. Un destino –sin entrar a valorar su justicia– caprichoso, en el cual estrellamos todo el infortunio cuando después viene acompañado de un final algo más amigable. “El destino estaba preparando algo mejor”, “tranquila, salió mal porque no era tu destino”. ¿Tanta fuerza tiene ese poder como para limitarnos y determinar nuestras vidas?, ¿o es de nuevo solo una excusa más que subyace a nuestra cobardía? La misma que no toma decisiones, que las toma mal y se equivoca, la que no se arriesga o se queda a mitad de camino.

Voy a criticar –con ánimo de poder cambiar– una sola cosa más, el “como es lógico”. Ese que se utiliza recurrentemente como muletilla. Qué es lógico. ¿Lo es para tu razón y la mía a la vez? ¿Quién lo dictamina? ¿Cómo es de grande la falsa seguridad que os transmite?, ¿la que parecéis necesitar respirar con todos los motivos que impulsan a vuestras acciones?

Hasta aquí el desahogo de hoy, que a veces el yugo aprieta y empieza a ahogar. Porque yo solo quiero que la gente viva conforme a lo que ellos consideran correcto –siempre que no  interfieran o hagan daño al otro (como diría Locke)–. Porque lo que es lógico para unos, es completamente disparatado, inconsecuente o irracional para otros tantos. Porque ahí se encuentra la verdadera naturaleza de quienes somos, en la dicotomía, en los dos caminos alternativos y susceptibles de ser tomados. Por eso no se han de juzgar nunca las razones de las personas. A veces terrenales, otras meditadas, impulsivas, ambiciosas, justas o prudentes. Sustituid todo aquello que no dependa de vosotros mismos y ceda más poder en vuestra vida a fuerzas inexactas como el destino. Sed quienes queréis llegar a ser, convertiros en ello aunque para ello tengáis la verdadera osadía y rebeldía de responder a lo que verdaderamente os hace felices a vosotros mismos.

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Hoy y siempre

Quiero a mi madre porque en el acto más generoso, biológico y humano me dio la vida. En el sentido más literario y metafórico me la volvió a dar. Me la ha dado con la mano, me la ha dado con los brazos, con las miradas y con el corazón.

Quise a mi madre cada día que no super hacer algo y ella me enseñó y también cuando creía que podía hacerlo bien y ella me dijo que lo podía hacer mejor. La quiero por ser quien quiero llegar a ser, por darme todo lo que ella ha tenido y ha sabido.

Porque las madres son eso, son nuestra capacidad de hacer las cosas, las maestras más sinceras que nunca subestiman, tanto que si alguna vez dudamos de nosotros serán el colchón seguro que siempre confía, como promesa eterna. Mi madre es la comandante con peor genio del mundo cuando no recojo el cuarto (esto es de broma, mami). Es lealtad impoluta y cariño sin límite escondido en los “no llegues tarde”, “¿Qué tal el día?”. Son las mejores cocineras, sin estrella y a veces con algunos michelines.

Las madres son esas personas que a veces también necesitan ayuda, porque aunque sean nuestras heroínas y las “súpermamás” de la casa también se cansan. Pero nunca lo dicen. Porque son coraje sólido. Y es ese mismo coraje el que se disuelve en ternura cuando nos ponían tiritas, cuando se echaban a reír por cualquier tontería que se nos escapase o cuando respondían todas y cada una de las preguntas “¿Por qué, mamá?”. Por ser compañeras de juego, peluqueras, modistas, líderes y fans. También por estar cuando echas la memoria atrás y las recuerdas al lado mientras caías dormida o cuando te rodeaban con la toalla al salir del mar frío. Son la veleta que nos ha guiado cuando no sabíamos hacia donde el viento, las que pusieron las baldosas amarillas con fin en una meta llena de esfuerzo, pero sobre todo valores.

Por todo esto y lo que no se puede describir a una madre en unos caracteres, porque no caben, ni en un folio, ni en un baúl de juguetes, ni en uno de los cuentos que nos contaron antes de dormir, ni si quiera en el corazón, porque se salen de él y trascienden a nosotros mismos, a quienes somos gracias a ellas. Por eso hoy un gracias, solo y suficiente. Como la sinceridad y el viento de cara, la continuidad y modestia de algo que se teje con perfección y continuidad.

Gracias mamá, por ser calma, refugio, escuela y manos. Te quiero, si es que eso fuera suficiente.

«Atractivo sexual o ‘Sexyness'»

Las personas más cientificistas reducen de manera cartesiana –y por lo tanto restringen, incapacitan, impiden– cualquier atracción entre dos personas a la liberación de oxitocina, feromonas, conexiones sinápticas. Antagónicamente el amor renacentista, trágico y romántico del siglo XVI concibe la unión como inmutable y eterna, por lo tanto no dejan de nuevo de definir o etiquetar, haciendo que el “amor” acabe siendo exiguo, insuficiente, indolente.

No sabemos ninguno cómo hemos llegado hasta aquí y tampoco sabemos qué se siente cuando se siente. Si hablamos de quemaduras indelebles, de algo que aprieta y rasga belicosamente o algo cómodo, donde poder descansar. Así que sin caer en descripciones que pueden ser tan variopintas como personas existen, hay que entrar a valorar qué hace el capitalismo y la industria no escrupulosa con nosotros, ya que no solo modifica la economía sino también moral.

Es aquí donde encontré este fragmento por un libro de Byung- Chul Han:

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Fijaos, lo que creíamos era típico de nuevas generaciones es también producto de inducción de un ente mayor, que tiene no solo más control sino también privilegios. Un capitalismo que de manera pornográfica desmantela cualquier subtrama, exponiéndonos en primer plano lo que es (haciendo que nada tenga una intimidad ni doble fondo). Nos convierte en consumibles, en un mero proceso de visibilidad total y nada de erotismo fuera de una mera transacción.

Tranquilos, la juventud se cura con los años. Pero esa rápida, fácil y barata conexión que se somete a ser saciada no es más que rebajar cualquier instinto a la gran industria. Haciendo que a través de actitudes “ejemplo” se pueda comercializar el producto de manera mimética en la gran pantalla. Ese es problema de la publicidad. Que no es más que nuestro reflejo. Un espejo desdichado en el que no nos gusta mirarnos y denunciamos, denunciamos a una imagen que es haz de luz de una parte de la sociedad.

Cuánto más simple un proceso sea, más accesible será y por lo tanto a más gente llegará.

Aún así, se puede hacer algo contra la cultura de consumo que explota nuestro cuerpo, y la respuesta está en Kant. El prusiano defendió la belleza moral. Explicaba en términos de igualdad la belleza y lo que nos corresponde, sacia y despierta el intelecto. Algo que nos alimenta y nutre en un desarrollo personal es por definición algo bello. Por eso hay que seguir escalando, y conectar más allá, porque es la única manera que tendremos de garantizar que algo realiza, y no se queda en la superficie.

Con todo, la voracidad de los instintos naturales acaban con la paciencia, con la búsqueda cautelosa o la espera confirmatoria. El sudor o el corte son respuestas físicas liberatorias. Redimimos el amor. Y no es aquí donde expongo la incongruencia de esos actos, sino la apuesta por ascender, esforzarse, afanarse por cuestionar lo que parece inamovible y que es  a oscuras actuación dictatorial.

Estar lejos es decisión propia

Escribo acerca de casi todo, aunque sea trivial. Me entretengo mirando a las personas –y sus manos–, sabiendo cómo se desenvuelven, interactúan, sonríen y hacen gestos. Por ende, me gusta escribir sobre ellas. Sobre desconocidos en cruces de semáforo que pasan el ecuador de la luz roja apresurados por llegar a la otra acera o los que en la misma situación discurren su paseo en ambiente distendido y calmado, aunque ello suponga una orquesta de cláxones enfadados. También de bajitos en las barras de los bares o los tímidos en la cola del supermercado. Los más extrovertidos como showmans de un grupo –leo en su mayoría– o los que ayudan a subir a un autobús a una persona invidente. No podemos olvidar a aquellos que se agachan para atarle los cordones a un niño,  los que piden “por favor” y los que dan las gracias. La diferencia y anomalía entre los propios miembros de una misma especie tiene un punto cómico que vacila a eso del determinismo.

¿Y sabéis qué? que he llegado a dos conclusiones. La primera que la ternura y la belleza de la fotos quedan en el punto opuesto de la intención. Que no necesitamos quedarnos inmóviles, haciendo eco del acto socialmente construido de enseñar los dientes con una mueca y una postura que echa el brazo por lo alto. Nuestra naturaleza es perla por biología y per se capaz de brillar por ella misma.

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La segunda, tiene algo que ver con la magia de las primeras veces, de aquella de mirar de manera novel. Solo que, se sitúa en otro punto de la relación, justo en aquel que tiene direcciones de aeropuertos, de estaciones o de plazas de ciudad.

Hablo de los reencuentros. Esperados por definición. Porque es ahí donde se reúnen los momentos más auténticos de nosotros mismos, la emoción más pura con clímax en abrazo, a veces en lágrimas, según el tiempo que las hayas contenido. Difícil es vivir a kilómetros o separarte durante un tiempo de quienes te hacen ser quien eres. Quienes han sido tu pasado y son tu presente. Tener que aprender a usar Skype para tener la ilusión virtual de tangibilizar a quienes echas de menos, con la sensación de dejar de compartir lo más común y real del día a día.

Como dije al principio, mirar a las personas es entretenido, pero hay personas a las que no podemos ver. Ni dar la mano. Ni decirles “¿te acuerdas de aquella vez cuándo…?”. Por eso solo queda aguantarse las ganas de volver a rodear con tus brazos, no solo físicamente y de manera litúrgica a quien quieres decir que esté contigo. Y que lo está, aunque no esté.

Afirmo, todos aquellos lugares donde estamos, dejan rastro, a veces lazos. Marcan los puntos guías. Igual con las personas.

Todos somos humanos, y a veces un poco frágiles con los sentimientos –aunque algunos los callen y otros los repriman–, por ello somos bonitos cuando hablamos por teléfono con la familia que tenemos lejos y se preocupan todos los días o con los amigos a los que una red telefónica no puede cortar la risa. Seamos bonitos y disfrutemos de quien tenemos cerca y de aquellos que están un poco más lejos, solo a distancia física, claro.

MRC

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