Infalible y fácil consejo para vivir bien

El sábado me robaron el bolso, y con él, mi móvil, mi monedero y mis gafas “rechulas” de espejo.

Esquivaré el desafortunado y anecdótico accidente, en el que un varón joven vestido por el papi capitalismo sintió la necesidad de apropiarse de algo que no le pertenecía y echar a correr, aferrándose tanto emocionalmente al objeto (imagino) que no lo ha devuelto si quiera a las calles.

Sin embargo, hoy he venido a hablar del absurdo (o no) sobre qué significan dos días sin móvil.

Primer síntoma: El bolso/móvil fantasma. Como quien pierde un miembro. Porque están dentro de nosotros. O son nosotros. Porque igual que te rascas la cabeza te tocas el bolsillo. Tan ilógico como psicología conductual que hace 15 años no existía. Cada vez que volvía a salir de casa, o me levantaba de otro bar, pensaba en donde había dejado el móvil. ¿Y si lo que tenemos es miedo? Por perder el dinero que vale. Pero no por perder tiempo. ¿O por perder las relaciones si pierdes tu smartphone? No entiendo nada. Tengo móvil, luego existo.

Segundo síntoma: ¿Quién soy yo? Que “hemos sido engañados”, que la autoconciencia esa que caracterizaba al ser humano no está en nosotros, está en el teléfono. Es decir, al perder un procesador, algo de coltán y yoquesémás, es cuando te replanteas la existencia. ¿Si nadie me da un “me gusta”, si no puedo participar en los chats grupales, ni puedo lanzar mi grandilocuente opinión a twitter en ese instante…estoy o no estoy? La línea entre realidad y ficción/nube es tan delgada que asfixia en la confusión. No tengo contacto continuo con mis amigos por la red y la gente por la calle no se mira. Estamos siendo del revés. Introvirtiéndonos tanto que acabaremos por desaparecer.

Tercer síntoma: Perdida significativa de agilidad mental. Puedes andar sin el DNI, pero no puedes dar dos pasos sin un móvil, ¿y si pasa algo? Pasan muchas cosas, pero no las vemos. Zombies de día en capitales de ciudad. Con humanidad atrapada en pantallas. Siguiendo esta “idiotización”, recordaba apenas cuatro números que me enseñaron de pequeña, cuando había que marcarlos desde los teléfonos no-inalámbricos. Desde antes de que todo esto empezara.

Cuarto síntoma: Después de la negación, la ira, y la negociación viene la depresión. Cataloguesé a este cuando, después de pensar que la candidez humana devolverá tu móvil, o lo encontrarás en un bolsillo en el que ya has buscado, o lo quien lo tenga lo encenderá y llamará a tus “Aa” de la lista de contactos, aceptas que no va a volver, y dejas de fantasear y aceptar –como si se tratase de una persona– cómo va a ser tu vida sin ese dispositivo.

No he tenido google maps pero he llegado y vuelto del trabajo. No he podido pedir cita previa para el DNI ni conducido hasta la comisaría pero he podido pensar sin intrusiones, sin deberle mi tiempo a nada. He llamado al portillo de mi amiga Ana, arriesgándome a que no me cogiese el portillo (qué locura, ¿verdad?).

Os invito a que desconectéis, de verdad, y tengáis incertidumbre. Hay cosas que no se deben controlar más, o necesidades que han de parar de buscarse. Porque estamos perdiendo la vida con esta cara de asombro continua.

Les rogamos apaguen los teléfonos móviles

El día me sabe un poco a domingo, o quizás a la caída que viene después de la euforia. Esa caída en la que te paras a mirar por la ventana, y te das cuenta de todo lo que va quedando atrás. Y qué rápido. Y de qué manera.

Que todo lo que sube, baja. Que todo lo que empieza acaba. Que todos los tópicos nos vienen a decir lo mismo; lo que nos rodea es cíclico. Y, además, de características inestables. Ahí está la emoción, la incertidumbre, lo que incluso algunos llaman destino.

Hoy estaba hablando con Sonia, y ella me ha dicho que cree que todo tiene un por qué, y que todo es así porque debe ser así, porque está mandado y porque no hay otros posibles. Qué interesante. Después Sonia y yo hemos hablado de las dimensiones, de los universos paralelos e infinitos, de lo cuántico y de lo relativo, de todo aquello de lo que sabemos tan poco pero en lo que encontramos el consuelo de la incertidumbre o lo magnánimo de lo inabarcable.

Pero en fin, como os decía, me siento un poco triste, nostálgica quizá. Porque veo como todo mi alrededor mira a pantallas de móviles. Constantemente. Y qué, me diréis. Es normal, también podríais decir. Tampoco es para tanto, esgrimiran otros cuantos. No lo sé. Pero hoy alguien ha dicho que los móviles son eso que nos acerca a lo lejano y nos distancia de lo que tenemos cerca. ¿Qué nos está pasando? De verdad, esto es una completa locura. Estamos perdiendo momentos, nuestros momentos, en una pantalla de menos de 10 pulgadas. Una pantalla que no es real, que es solo un sistema, una simulación. Y ya no está, ya se ha ido. Ese paseo, esa cerveza, esa conversación en la que tuviste tan poco que decir. Somos tan finitos, tan incapaces y tan ridículos que sabiendo de nuestros límites nos empeñamos en dispersarnos y creer que se pueden hacer dos cosas a la vez, que puedo escuchar lo que me cuentas mientras tecleo en mi móvil y mantengo la trama de la historia de un alguien en otra parte de mi cabeza. Lo estamos haciendo mal, y no sé cómo pararlo. No tengo ni idea de cómo hacer entender a las personas que si hablas o escuchas atendiendo a otra cosa no vas a ver jamás las intenciones, las ganas, la alegría, el miedo, o el sinfín de emociones que nunca se dicen pero siempre se sienten.

¿Y las fotos del móvil? Aún están en el cajón de cosas que no entiendo, de por qué hacemos tantas si el momento se conjuga en singular. De por qué hacemos estúpidas a nuestras mentes impidiéndoles recordar por ellas mismas, y haciendo que tengan el refuerzo de algo tan volátil como la batería de un smartphone que con agua se borra.

Soy una persona difícil, lo reconozco, pocas cosas me llenan completamente, y eso hace no solo que insatisfactoriamente demande más de mi misma sino de tener un miedo atroz de que alguien llegase a conocerme intrínseca y completamente. Lo completo asusta, pero lo exiguo me aburre. La seguridad de lo completo, del todo, de lo que va después del «quiero saber más» turba porque es la única verdad, y puede que no sea suficiente. Quizás por eso prefiramos conformarnos con lo múltiple, en dosis e inmediato. Pero tened cuidado, que nunca lo que parece simple lo es. Que siempre hay más que rascar y algo de lo que aprender. Cualquier cosa que pasó desapercibida puede decirte mucho de alguien.

Hoy echo un poco de menos la conciencia que no tienen los móviles y que un día nos dijeron que nos diferenciaba. Eso de ¿quién soy yo?, ¿por qué hago esto?, ¿qué quiero conseguir?, ¿hasta dónde quiero llegar?, ¿qué va a aportar esto a mi vida?, ¿debería ir más allá?, ¿dónde van a parar todas las cosas que nunca se dijeron? Todo, todo eso a lo que no podemos atender en diferido y por las que rogaría apagar los teléfonos móviles.

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Periodismo en la era digital (opinión)

¿Qué es poesía?, dices mientras clavas

 en mi pupila tu pupila azul. 

¿Qué es poesía?, ¿Y tú me lo preguntas?

Poesía…eres tú.

Gustavo Adolfo Bécquer.

Un poeta sevillano hablaba de poesía alimentada por quien le daba vida, quien hacía posible el flujo de palabras en campo de recursos lingüísticos, métrica, rima y ritmo.

Un momento…¿es la escritura el acto “nuestro” o el acto gracias al “otro”?, ¿sin “otro” podemos hacer algo puramente “nuestro”?

Las respuestas aún controvertidas, difíciles, inexactas e indefinidas están en el periodismo digital. Que llegó cuando David venció a Goliat… o quizás la historia fue diferente a como os la contaron…

Veréis, cuando físicos e informáticos hablaban de David, nadie creía que llegaría a todas nuestras casas, que llegaría el día que nos diera la llave para abrir una galaxia inmensurable de contenidos que tienen ciclo propio de vida —nacen, crecen, se adaptan y mueren— en lo que la luz viaja un segundo. David era cada vez más sencillo, más accesible para un público que no entendía de lenguaje HTML pero sí de buscadores. David se hacía más poderoso, más grandioso, rompía las leyes de la naturaleza y comenzaba a desintegrar las fronteras gracias a amigos suyos como Tim O’ Really, que le dio un arma llamada “Web 2.0” para destruir a Goliat. David seguía entrenándose y cada vez más equipado conseguía más seguidores de los pueblos de los alrededores que le apoyaban, interactuaban con él y le alentaban en su causa.

Por si nunca os han contado la historia, Goliat era el gigante que hasta ahora había  controlado a la sociedad. Su papá, Revolución industrial,  trajo un día a la ciudad máquinas para que los obreros comunes fabricaran a gran escala, más y mejor, “quick and cheap”. Su mamá, por otro lado, era algo más joven que su papá, se llamaba Capitalismo, tenía a su disposición súbditos que actuaban —quizás con exceso— con la razón instrumental (coste/utilidad).

Un día la mamá de Goliat se enteró de que David estaba en camino, cuando avisó a su familia y pese a la testarudez del padre de familia— el cual se mantenía en la creencia de que la empresa tradicional tenía un poder inequiparable y no sería derrotada por un joven que empezaba a conocer la gente—, Capitalismo se empeñó en la urgencia de que su hijo hablase con David, pues juntos podrían reinar como hasta ahora no se había hecho. Una luz cegadora de una nueva eternidad llamada convergencia digital.

Así fue, el mito que conocéis no terminó, es una historia de final abierto situada en nuestros días. Donde vemos como empresas cooperan con internet incrementando vertiginosamente sus beneficios con recursos como el Big Data. Claro que, como todo cambio viene acompañado de disidentes y es en esta categoría donde encontramos a la empresa periodística, la cual se muestra celosa y nostálgica de sus comienzos, aferrándose a la tangibilidad de un periódico impreso del cual no sabríamos si Gutemberg se sentiría orgulloso. La circunstancia hace al medio y el periodista que más que nunca es ahora un superviviente en selva donde bestias como lo que hacen llamar “periodismo ciudadano”, “infoxicación” o “chispazos de noticias” ponen más que nunca sus vidas en riesgo debe sobrevivir día a día, sin tiempo para transiciones y en una subordinación, que muchos realizan con desdén, al periodismo digital.

Retomando lo que decíamos al principio, la poesía somos nosotros, los ciudadanos de a pie, los que queremos platos de estrella Michelin como noticias actualizadas, interactividad que permita exprimir la potencialidad que podemos desplegar—aunque para ello al periodista le falte tiempo—, queremos hipertextualidad, multiplicidad que acabe con lo fijo, inamovible y establecido. Queremos contenido personalizado que se refleje en el espejo de nuestro ego, donde nos miramos con gusto de ser únicos, especiales y diferentes del rebaño. Queremos contenido multimedia; fotos, vídeos, infografías, lo que sea que nos haga sentir que estamos vivos, realidad que podamos sentir, que nos acelere el corazón o nos tranquilice los sentidos. Queremos también poder confiar en lo que leemos y que lo hagamos en páginas o webs mundiales como “The Washington Post”.

Somos impacientes, sedientos de progreso y mejora, y para ello el periodismo tradicional debe hacernos partícipes, debe dejarnos ser peregrinos, aliados.

Una vez oí eso de “si no puedes con tu enemigo, únete a él”, no somos ningún enemigo, pero si el periodismo no converge con nosotros, el monitor cardiaco reducirá sonoramente su esperanza de vida.

Se acabó la melancolía, como diría el filósofo alemán Frederich Nietzsche —o más bien que representó a través de la figura de Zaratustra—. El espíritu del periodismo ha de sufrir una transformación de camello (las cargas que ha soportado y arrastrado durante todos estos años), a león para terminar con la estructura establecida sin ápice de remordimiento, a niño para renacer más nuevo, lleno de vitalidad y sin ningún vértigo al vacío al que se asoma porque ahora es mucho más fuerte, más temerario y podrá tener una vida más plena. Somos cambio y devenir y tratar de camuflar esto en la inmutabilidad es negar nuestra propia existencia alterable e incierta.

¿Qué es el periodismo entonces? preguntaría el periodista clavando su pluma en el teclado no azul, ¿que es periodismo? no sé, dímelo tú.

MRC

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