Crítica del Joker: Un delirio

Todo atisbo de vida comienza con un impulso eléctrico. 

Todo atisbo de vida comienza con una historia de amor. 

La historia de Arthur Fleck da sus primeros torpes pasos, pues calza zapatos grandes de payaso, sobre estas dos primeras premisas. Rompiendo toda lógica en la relación entre ellas.

Joker es un largometraje terroríficamente realista de una sociedad que parece disfrutar excluyendo lo diferente, incluyendo “trapacero” en la definición de gitano en la RAE, alimentándose de los débiles como los caballos del chivo. Una sociedad que burla la mala caligrafía por su condición reglada. Y es que es nuestro sentimiento de no querer sentirnos diferentes, de simplemente pertenecer, el que empuja con egolatría al vacío al que puede serlo más que tú, porque tú no quieres ir primero, porque la “universalidad” de los buenos actos parece estar reservada solo para las redes sociales, donde tan solo se proyecta. 

Phoenix parte de esta premisa para, como mago sin secretos, incomodarnos en la esquina oscura del patio del recreo. Es capaz de congelar una enfermedad mental en la agonía de querer dejar de reír. Un personaje que hace comprender al espectador entregando una tarjeta lo que es tener una mente “bipartita” de código anormal criada en el status quo.

Esta historia de amor con la que comenzaba la crítica, no es más que la toxicidad de la primera relación, eliminando la segunda persona y enfilando la peligrosidad que tiene el “uno mismo”. Un “uno mismo” que, una vez desprovisto de su pasado (historia confusa y traumática sobre sus orígenes), de cualquier relación de aceptación por parte de sus pares, e inmerso en un trastorno paranoico, ya no podrá discernir nunca más la realidad. 

Todd Phillips baila con la película con unos planos laterales y desencajados repletos de la expresión impávidamente irracional de Joaquin, planos que, ya sean desprovistos de cualquier equilibrio al situar al personaje justo en medio o haciendo que mire al lado incorrecto, rompe la única racionalidad que quedaba: la estética. Resaltar que los actos sí quedan aristotélicamente definidos y concretados en la tragicomedia.

El espectador activo desde su butaca, disfruta también de las referencias a lo largo de todo el  largometraje. Desde el videoclip de la canción «Old Soft Shoe» hasta Ciudadano Kane, V de Vendetta, e inclusive podríamos decir el Tercer Hombre, lo cual dota a la película de la atemporalidad del buen cine, vestido con una paleta de colores exquisita. Tampoco pasa por alto contexto, los continuos hospitales o el “Why so serious” del final pues no deja de ser un Spin Off de Batman (asimismo del Joker en sus versiones pasadas, el vinilo de De Niro en el camerino recuerda a la versión de Jack Nicholson, así como el beso al principio del programa puede evocar una de las entrevistas de Heath Ledger).

Además, se sugiere un posible pasado común genético entre héroe y antihéroe. La forma más primitiva del bien y del mal, del comienzo de cualquier religión y filosofía. Algo que, sin duda, rescata el debate de “nature-nurture”, “gen-ambiente” y que se plasma en un “aun-no-villano” “entre rejas” mirando de frente la naive injusticia de la riqueza. 

La postmodernidad que salpica la sangre “tarantinianamente” en forma de lágrima sobre el rostro de Arthur (por cierto, “el Rey Arturo”, Art-arte) contribuye a terminar con el dramatismo, culminando el fin de éste en unas escaleras que ya no son cuesta arriba sino cuesta abajo, en una escena diríamos la más luminosa y un baile (o comportamiento, según se entienda el símil) que ya no es para uno mismo, si no que se puede compartir en todo su esplendor y rareza con el resto. 

La falta de expectativas sobre el personaje es lo que lo hace interesante, esa falta de correlación o sentido entre acciones. Sin embargo, y aunque lo que haga posible la película sea esta “resistencia” de payasos en un mundo que ya no nos hace gracia pues se ha vuelto inhumano e impersonal (caretas), la película debe de ser vista con sentido crítico, pues en un mundo patas arriba puede confundirse la ficción y la realidad y esto no deja de ser una oda a un villano colocado en forma de mesías sobre un coche como si fuese su cruz, una justificación de sus acciones que pertenecen tan solo a la gran pantalla. 

La soledad del personaje es tal que solo lo acompaña su reflejo en el espejo, algo que vemos constantemente. Sin embargo, dejamos de sentir condescendencia cuando todo empieza a irradiar dopamina, dinamismo del ser, y es que al fin y al cabo, todos deberíamos de bailar más a menudo, cambiar las etiquetas que nos han puesto y encontrar un motivo para dejar de pensar que no hacemos las cosas bien. Él es nuestro reflejo más distorsionado. Alegrándonos cuando deja de atormentarse por estar triste al no poder ser feliz a la manera impuesta o todo el tiempo. Y es esto lo que al final debemos de entender, ser y dejar ser, intentar evitar el daño y hacer el bien, para elevar este último hasta que podamos sonreír de verdad. 

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